jueves, 2 de octubre de 2008

PIER PAOLO PASOLINI


Sobran quizá los dedos de las manos para encontrar, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, intelectuales en los que obra y praxis política y de la vida sean tan coherentes como en Pasolini. Aquello de “lo que digo con la boca lo sostengo con el cuerpo”. Nombrar su muerte –esa ferocidad de barro y sangre- es como nombrar su vida: una forma del énfasis o de la desmesura, un modo de exasperar la palabra para obligar a decir. ¿Decir que? Que Pier Paolo Pasolini fue eso: un énfasis, una exageración de la vida, una atormentada manera de buscarla, de encontrarse con ella, de perderla o perderse. Decir que fue uno de los más grandes artistas italianos del siglo XX no alcanza. El refinamiento de su poesía, la virulencia de sus ensayos políticos, la hermosura brutal de algunas de sus películas: Pasolini fue, sobre todo, uno de los últimos intelectuales trágicos de la modernidad. Estaba listo para morir por las ideas que en otros sólo son meros juegos discursivos o ejercicios estéticos, donde hizo elecciones sin retorno y que cumplió con ellas hasta las últimas consecuencias. Quienes actúan su deseo se salvan de la peste y quienes no, la engendran, comento alguna vez. No se lo perdonaron, pero tampoco le importó, supo aventurarse, sin inocencia, en los rincones más pestilentes de su época, en las oscuridades del alma, en el placer y el dolor de los cuerpos, en los goces secretos, aun aquellos que exigen rituales de humillación. “yo pago un precio por la vida que llevo. Es como alguien que desciende a los infiernos”, confesó alguna vez. A lo largo de su vida siempre al borde de la catástrofe, hizo del escándalo un arma de combate, del cuerpo una maquina deseante, de la condición una forma dolorosa de su ser en el mundo. Irrecuperable para los sistemas de valores aceptados, a derecha e izquierda, comprometía su existencia en cada gesto: era todo menos burgués. Para el, el mundo era abyecto e implacable y eso tenía nombres, marcas: era el infierno del capitalismo, del genocidio y las fábricas de muerte, era la banalidad de lo perverso, el repliegue de la moral y la degradación de la cultura; era la pervivencia del fascismo que seguía destilando sus venenos en la Italia de la posguerra. Contra todo eso descargó la iracundia de sus múltiples lenguajes, esas prácticas a contramano de ciertas formas del arte que pretendía conciliar la belleza con la podredumbre, la inquietud con aquello que la produce y la trama. Marxista heterodoxo y católico herético, fue expulsado de ambos lugares, la Iglesia Católica romana, y el partido comunista. Ninguna de las dos, le perdonó su herejía mayor: la homosexualidad confesa, que arrojó como un guante en la cara de esa sociedad pacata y ultra católica que empezaba a relamerse con los frutos del “milagro” económico de los 60. ¿Un profeta? Bastante más que eso: alguien que se atrevió a decir lo que muy pocos intelectuales contemporáneos se animarían siquiera a susurrar. Como en sus films más revulsivos –como Saló, una metáfora alucinada sobre las perversiones del poder, cuya visión se vuelve, por momentos, insoportable. La suya fue una pelea desigual, condenada de antemano a la derrota, seguramente porque no hacía concesiones ni a la prudencia ni ala cortesía, esos gestos con los que intelectuales suelen poner a salvo su propia retaguardia. La voz de pasolini es la de alguien que sabe que la extrema lucidez lleva a un destino de soledad, que el no consentimiento acarrea desdicha, que el rechazo absoluto a la obscenidad de los poderes se paga a veces con la propia sangre. Pasolini había buscado la verdad –ese modo de verdad donde la verdad es el cuerpo- en esos escenarios de villas miseria, en las afueras de Roma, donde no era posible el anclaje en lo humano, había descubierto que ya no habría para el mundo otro horizonte que el de la abyección. Un 24 de agosto de 1975 escribió: “Estoy solo, en el campo, en una soledad elegida como un bien. Aquí no tengo nada que perder (y por eso puedo decirlo todo) pero tampoco tengo nada que ganar, y por eso puedo decirlo todo con mayor razón”. Nada que ganar ni nada que perder, salvo la propia vida. Pero ésa fue su última carta.